Mis primeros dibujos fueron en la tierra con piedras, hojas, conchas marinas y palos secos. De niña, rumbo a Oricao, observé en silencio contemplativo los acantilados, la dirección del viento sobre el oleaje y el reflejo del sol en el horizonte. Descubrí una secuencia visual en esas superficies; una línea de tiempo lavada por la luz y erosionada por la intemperie.
Caminé horas por la playa fascinada por el nesquito clorítico que, sin tener conocimiento de su composición mineral, simulaba por su brillo una especie de lluvia de estrellas bajo mis pies. Nadé, desde que recuerdo con la excusa de perseguir azules (tonos de azul) y, luego de secarme al sol, con la mirada seguir las líneas blancas e irregulares del salitre en mis brazos.
En el suelo, esbocé mis primeras memorias visuales y táctiles a través de líneas, manchas y texturas. Dicha observación física selló mi primera aproximación al paisaje. Pero había algo más; la luz. Un vínculo indeleble, para mí, de arraigo a ese orden de la naturaleza. Un acontecer mudo que no supe exteriorizar hasta que comencé a pintar.
Pensé que sería geóloga o arqueóloga algún día. Sin embargo, la observación y estudio de la geomorfología del paisaje excluían mi experiencia subjetiva. Pero todo cambió un verano en Nueva Orleans cuando mi madre pintó conmigo unos paisajes del Bayou. En un lienzo en blanco fue posible integrar la observación con la vivencia subjetiva de paisaje.
A partir, de ese momento, a lo largo de muchos años, ha sido posible atribuirle al paisaje valores espirituales, afectivos, de identidad y estéticos. Unir lo vivido hacía una expresión pictórica del paisaje; mi paisaje interior. A través de elementos plásticos como el gesto, los tonos tierra, manchas, líneas, texturas, veladuras y la incorporación de material orgánico a modo de collage ha sido posible construir metáforas pictóricas.
El Paisaje, para mí, es una especie de piel permeable a la dinámica de los elementos. A veces, se contrae, respira, tiene cicatrices, es tersa, se satura, se arruga, se renueva en la intemperie para permear lo contemplado. La tela en blanco es el puente para unir ese mundo intangible con éste. Es por ello que pintar sin fe es como si, por un instante, el color niegue su madre, La Luz.
Jocelyn Lugo
Mayo 2019